Es extraño cómo mi vida y la de muchos periodistas mexicanos ha sido trastocada desde que en nuestro país comenzó la mal llamada “guerra contra las drogas”, y desde que se dispararon los asesinatos, desapariciones y amenazas de colegas en este país que aparece siempre en las listas de los tres más peligrosos para ser periodista.
De ser reporteros dedicados totalmente a nuestra profesión los últimos 10 años hemos tenido que hacer un trabajo paralelo al de la redacción para asumir nuevos roles para atender la emergencia de muchas maneras, sea convocando a marchas para exigir justicia por compañeros asesinados, haciendo eventos para pagar funerales de colegas, organizando talleres de capacitación sobre la cobertura de violencia, realizando investigaciones colectivas para esclarecer crímenes, dando asesoría a colegas en riesgo, acercando a psicólogos para que ayuden a colegas en crisis después de haber sido amenazados o haber sufrido atentados, participando en foros para denunciar la situación. De alguna manera muchos de nosotros, además de ser periodistas nos convertimos en defensores de la libertad de expresión.
Generalmente en los foros mencionamos las cifras de colegas asesinados y desaparecidos, Todavía desconocemos el número de colegas desplazados por la violencia. Esa otra realidad la hemos ido descubriendo poco a poco, porque los casos están invisibilizados.
Un día de 2010 una amiga reportera que vive en Texas me contó que en su ciudad le había hecho una entrevista a un periodista mexicano desplazado que recién había conocido. Ella quedó descorazonada cuando, al final, este colega le pidió que lo dejara cortarle el césped de su casa para ganar algo de dinero.
En Estados Unidos los procesos para solicitar asilo son largos, a los peticionarios no los dejan trabajar en ese lapso.
Era Navidad. En la organización Red Periodistas de a Pie de la que soy fundadora les conté esa anécdota y decidimos armar una colecta navideña para solidarizarnos con cuatro reporteros que supimos estaban exiliados en esa ciudad texana, pues pensamos que ellos son nosotros, que son parte de nosotros, que su destino pudiera haber sido el de cualquiera de nosotros.
Semanas después crucé el puente internacional que conecta a Ciudad Juárez con El Paso, Texas, para llevarles el dinero recabado. Era poco: el gobierno tenía una campaña en la que criminalizaba a toda persona víctima de la violencia señalando que si les pasó algo es porque ‘en algo andaban’, el mismo estigma cargaban los reporteros que ‘huían’ de México, que ‘en algo andaban’.
Durante el encuentro pude asomarme por un par de horas al mundo de los cuatro: sus experiencias, sueños, frustraciones, pesadillas. Los escuché diciendo lo que siempre me han dicho las victimas de desplazamiento forzado que he entrevistado estos años: “sólo pido una oportunidad para trabajar porque sé hacerlo”.
Durante ese tiempo se empleaban en lo que podían: limpiando una escuela, vendiendo hot dogs, cortando el césped. No estaban en una oficina de redacción haciendo lo que saben hacer: reportear, investigar.
El intercambio fue rápido, les transmití el abrazo solidario de los colegas mexicanos que aportaron algo de su salario para apoyarlos. Sentí emoción al escuchar en qué gastarían ese dinero esa Navidad, uno podría regalarles un juguete a sus hijos.
Ese fue mi acercamiento a esta realidad que se me revelaba como nueva, aunque desde 2008 un amigo se fue a vivir a España por amenazas que hoy creemos que venían del mismo gobierno.
Cada vez se hicieron más frecuentes las historias sobre esta nueva categoría de periodistas: desplazados internos que se habían mudado a ciudades como la capital del país, o exiliado fuera de México, porque habían sido amenazados, o porque un colega cercano había sido asesinado o desaparecido: querían salvar su vida y abrirse una oportunidad de trabajo en la ciudad de México.
Los reporteros llegaron como oleadas a la ciudad de México. Por ejemplo, el año 2012, después de que fue asesinada Regina Martínez, corresponsal de la revista Proceso en el estado de Veracruz –una valiente periodista que investigaba a los narcopolíticos y la corrupción, 16 periodistas huyeron de ese estado que se estaba convirtiendo en el más mortífero para la prensa. Algunos lo hicieron para siempre.
A partir de esa fecha comencé a encontrarme en la ciudad de México a colegas corresponsales de diarios nacionales en ciudades pequeñas que me habían ayudado en alguna cobertura cuando viajé a sus estados, pero a quienes sus jefes habían decidido “rescatarlos” del contexto peligroso en el que se desenvolvían y traerlos a las oficinas centrales.
En sus oficinas muchas veces los vi perdidos, caminando como alma en pena, sin saber qué tema cubrir, y con la mente siempre en su tierra natal, queriendo regresar a ver al padre enfermo, checar que no les saquearan la casa, revisar el negocio que dejaron y se está yendo a la quiebra, sin saber si dejar de pagar la renta o seguir pagándola por falta de certezas. Como atrapados en un camino que no va hacia ninguna parte. En la incertidumbre.
“Eso” –me dijo un veracruzano en un bar donde solía emborracharse para dejar de pensar—, “la incertidumbre es lo que mata”.
Ese colega renunció a su trabajo: la depresión lo hacía comportarse de manera rebelde, no seguir instrucciones de los jefes, tirarse al vacío. (“Ya que me despidan –me dijo un día – ya no me importa pues ya perdí todo”).
En general, la queja de los periodistas que son traídos a la capital por sus jefes es la misma: Nadie me preguntó cómo ayudarme y en la redacción no había un plan para mí, ni para mantenerme en la ciudad de México ni para regresarme.
La mayoría de ellos no aguanta el autoexilio y, a pesar del peligro que corren, regresan a sus ciudades de origen, a su tierra natal. Huyen del limbo de la eterna espera a que las cosas mejoren.
La misma situación la vi después con periodistas que son sacados de emergencia a otros países por organizaciones internacionales de libertad de expresión: aunque salvaron sus vidas no existe un plan para ellos. Tampoco pueden seguir ejerciendo el periodismo.
Con ellos en el exilio su región queda silenciada y pierde a un periodista de investigación que en delante tendrá que dedicarse a lidiar con su día a día, con su propia frustración.
En la primavera del 2013, en el café de una librería de la ciudad de México junto con varias colegas nos reunimos con un grupo de periodistas recién llegados de Veracruz y Tamaulipas, estados peligrosos para la prensa, para conocer su situación como desplazados.
En una servilleta anoté algunas de las frases que les escuché decir sobre lo que sufren en ese camino burocrático de pedir ayuda al mecanismo de protección al gobierno que es un camino lleno de promesas falsas.
Tengo esto en mis apuntes: “…Antes que psicólogo necesitamos trabajo… Tuvimos trabajos temporales que se acabaron… En los mecanismos de gobierno sólo me engañaron, fui su conejillo de indias… Uno ya sabe qué esperar de los malandros, pero no está preparado para que te traten así los del gobierno, los que atienden a las víctimas… Cuando recibo una llamada de allá, de mi tierra, vuelvo a revivir todo; no lo he superado… No hablo con mi familia para no ponerla en riesgo…”
Después de la catarsis repasamos con ellos posibilidades de trabajo. Pero ante cada ruta que explorábamos surgía un obstáculo.
Todo es más difícil para un desplazado, por su condición de forastero, por falta de redes de apoyo, por carencia de lo básico, porque tuvieron que huir de su casa sólo con la llave en la bolsa, una llave que en esta ciudad no abre ninguna puerta en el destino desconocido en el que aterrizaron.
Cuando les preguntábamos si tenían un departamento para rentar, respondían:
“No podemos rentar porque no tenemos alguien que firme como aval”.
¿Y seguro público de gastos médicos?
“No traemos papeles de identidad, los dejamos todos allá”.
¿Posibilidades de encontrar trabajo?
“Nadie nos conoce, no nos dan referencias para trabajar”.
¿Pueden freelancear?
“Lo haríamos si tuviéramos internet, pero no podemos contratar teléfono porque no podemos usar nuestra identidad porque pueden venir a matarnos; estamos rentando en un cuarto ajeno, no alcanza el dinero para nada más”.
El desplazamiento les ponía también su identidad a prueba ya que como nadie los contrataba como periodistas tenían que buscarse otros trabajos sea como obrera de maquiladora, como vendedor de tacos y, uno de ellos, como payaso que amenizaba fiestas o hace trucos en las esquinas en cualquier semáforo.
Su deseo más hondo, el que mencionaron varias veces, era: “Dejar de estar en la incertidumbre”. Esto es aferrarse a una tabla. Salvarse del naufragio. Pisar tierra firme. Sembrar una planta. Tener un lugar fijo. Echar raíces. Empezar a trabajar. Volver al periodismo.
En estos años en los que la violencia en mi país no cesa y las estadísticas de los asesinatos a periodistas siguen creciendo, sigo encontrando colegas que tuvieron que huir de su sitio de origen, que me cuentan sus historias de supervivencia, el limbo eterno en el que se encuentran, la búsqueda de un trabajo fijo y el alto precio que han tenido que pagar por dedicarse al periodismo.