Existen zonas de México donde la mayoría de los reporteros han sido silenciados a base de torturas. La primera vez que me enteré de ese dato fue leyendo reportes de organizaciones dedicadas a la libertad de expresión, pero con el tiempo fui conociendo a colegas que lo habían sufrido en carne propia.
Varios de ellos son de lugares como Tamaulipas, estado fronterizo con Texas, donde los narcotraficantes designan a periodistas para que llamen a sus colegas y les indiquen las notas que no deben publicar (los crímenes que no quieren que se conozcan) o las órdenes que a fuerzas deben cumplir (como fotografiar y publicar el cuerpo hecho pedazos de un enemigo asesinado). Lo mismo ocurre en estados a lo largo del Golfo de México.
En lugares como Coahuila, otro estado también en la frontera con Texas, los reporteros reciben indicaciones, a veces en vivo, otras por llamadas telefónicas, de parte de narcotraficantes que les indican que no deben publicar algún crimen ya sabido. Algunas veces les dictan reglas de cobertura y hasta una especie de Manual de Estilo en el que, por ejemplo, les indican que no deben nunca de describirlos en sus notas como “sicarios” sino como “sujetos armados no identificados” o que nunca deben de escribir que “huyen” cuando el ejército llega a combatirlos pues ellos consideran que la expresión correcta es que “se retiran del lugar.” No quieren aparecer como cobardes.
Quienes no siguen las reglas son secuestrados por horas, o días, y sometidos a torturas que –de tan comunes- hasta tienen su propio nombre: los “tablazos.” Tablear es la acción de someter y amarrar a alguien para que reciba varias tipos de golpes, entre ellos ser apaleado con una tabla por el cuerpo. Por la fuerza y la duración del castigo, los reporteros regresan con el cuerpo marcado de moretones y no pueden volverse a sentar (o acostar) durante varias semanas.
Ese es un castigo acuñado por uno de los cárteles como sello contra quienes interfieren en sus negocios.
Los años recientes en los que me ha tocado viajar desde la ciudad de México, donde trabajo, a la frontera noreste del país, cada vez más me he encontrado a estos reporteros que trabajan en zonas dominadas por el narcotráfico con historias de tortura. Historias que nunca han podido contar en voz alta.
Hace 5 años organicé por parte de Periodistas de a Pie con Dart Center for Journalism and Trauma un taller sobre alivio del estrés al que invitamos a una veintena de reporteros de todo el país, pero pronto los asistentes contaron esas historias de terror acumuladas: secuestros, torturas, encañonamientos, ataques en su centro de trabajo. Varias veces lloramos juntos.
Por esas fechas, el Doctor Anthony Feinstein, famoso por su libro“Journalists Under Fire: the Psychological Hazards of Covering War,” pasó una temporada en México para estudiar los impactos de la “guerra contra las drogas” en los periodistas mexicanos que cubren la violencia y encontró niveles de trauma equivalentes a los de los combatientes de una guerra.
Pronto descubrí que en lugares como el estado de Tamaulipas existe una generación de periodistas silenciados a base de torturas; periodistas que nunca han sido atendidos y que durante años conviven con sus propias pesadillas.
El año pasado en un taller sobre seguridad para periodistas fronterizos realizado en Texas (se realizan fuera de México para que los periodistas de las regiones silenciadas se sientan seguros y corran menos riesgos) cuando una psicóloga daba una charla sobre el estrés postraumático, el famoso PTSD, comencé a ver los efectos que esas palabras tiene sobre quienes han sufrido torturas.
Un reportero sentado junto a mí comenzó a temblar desde su asiento. Ansioso. No podía controlarse.
Después me contó que él había sido “levantado” (la jerga criminal con la que nos referimos usualmente al secuestro temporal) y “tableado” por haber publicado una información sobre un político corrupto. El político pidió ayuda a los narcotraficantes para que fueran por él, lo castigaran, lo silenciaran.
Después de su castigo fue abandonado en una calle. Cuando llegó al diario donde trabaja y le contó a su jefe lo que le había ocurrido éste puso llave a la puerta y le confesó en voz baja que él también había sido torturado.
“A mi torturador me lo encontré varias veces cuando iba a trabajar. El iba mucho a las oficinas de gobierno donde yo estaba asignado a cubrir, a veces nos veíamos de lejos,” me dijo, y esa imagen me parecía terrorífica.
“¿Hasta cuándo pudiste dormir?,” le pregunté.
“Hasta que supe que mi torturador fue asesinado.”
En regiones enteras de México los periodistas no pueden denunciar las amenazas o las torturas que reciben porque saben que los políticos, los funcionarios de gobierno y los policías protegen o son cómplices de los grupos del crimen organizado. La impunidad es una constante. Los asesinos y torturadores están libres. Nadie los persigue para castigarlos.
Otro de los presentes en el taller constantemente lanzaba preguntas a la psicóloga. “¿Verdad que no estoy loco?,” le preguntaba.
El era uno de los sobrevivientes a los frecuentes ataques con explosivos contra los periódicos, en represalia por la información que publican. Uno más de los asistentes al taller había sido secuestrado y de pura suerte estaba vivo.
Encontré a mi alrededor que la mayoría de los periodistas presentes tenían una historia de castigo corporal, de tortura física –además de heridas psicológicas- que lamentar.
Uno de ellos, durante la cena, decía emocionado que en ese viaje a Texas había podido recuperar el sueño porque en su casa siempre está despierto. Atento a los ruidos de la calle. Traumado con la idea de que pueden ir por él, llevárselo de nuevo.
Historias como las suyas hay muchas. Cada vez que me preguntan qué necesitan como ayuda los periodistas mexicanos una de las primeras ideas que se me vienen a la mente es apoyo psicológico experto para los miles de periodistas traumados que han sobrevivido a la cobertura diaria de las zonas de guerra en las que se han convertido los lugares donde viven.